EL TEMBLOR DE MIS LABIOS
¡ Hace ya tantos años!, pero voy dando forma a mis recuerdos, encajando pieza por pieza, como si de un puzzle se tratase.
Vivíamos en el casco antiguo de la ciudad, en una calle estrecha y empedrada, donde la simetría de las casas no existía, algunas eran altas, con balcones enmohecidos por el tiempo y la humedad; otras, de una sola planta con patio interior, y un gran pilón con agua clara y fresca, con la que se regaban las vistosas macetas de gitanillas, geranios, y esa dama de noche escondida en un rincón, como no queriendo regalarnos su delicada fragancia.
Mi casa, era un piso bajo con ventanas que daban a la calle, a esa calle repleta de recuerdos, que, al evocarlos, aún tiemblan mis labios.
El comedor, no era demasiado grande, desatacaban el colorido de sus paredes, con cenefas horizontales de llamativos colores, como queriendo dar más alegría a la estancia. La luz entraba por una ventana grande acristalada, con postigos de cuarterones, que por las noches solían cerrarse con un pestillo , fuerte y chirriante que siempre sonó igual.
¡ Cuántas vivencias en un espacio tan limitado!
Recuerdo a mi madre, pedaleando la máquina de coser con el monótono cric, crac, cric, crac, a altas horas de la noche: a veces el sonido era más suave o llevadero, ya que el día anterior éste viejo armatoste, había sido engrasado con una vieja alcuza, que también en otros tiempos había utilizado mi abuela.
A mi padre, siempre lo recuerdo leyendo libros, periódicos, todo lo que fuese leíble, para él, era un motivo de plena satisfacción .
Se sentaba junto a la ventana en una mecedora de rejillas con un cojín de cretona, rodeado éste, de un bonito volante. Así se pasaba horas y horas, con el libro entre las manos… yo pensaba que eran unas manos finas, elegantes. Sus dedos alargados, sujetaban el libro de una manera especial.
No tuvo oportunidad de estudiar, pero su gran afición por la lectura, le abrió ese mundo grande, maravilloso, donde el lector va asimilando parte de la sabiduría de los privilegiados del saber.
En casa teníamos un diccionario, tres libros de Blasco Ibáñez, y poco más. Eran tiempos difíciles, a veces, faltaba lo más elemental, pero esto no era impedimento para su objetivo conseguir.
Recuerdo que en la plaza de la Merced había una librería antiquísima, en la que entre otras cosas, se alquilaban libros, y era yo, su niña, la que hacía tal menester. Así fue contagiándome sus inquietudes, alentándome por este u otro autor. Me gustaba leer, esa fue mi escuela ( casi no hubo otra).
Mi padre, sabía trasmitir encanto a todo lo que hablaba: ¡Cómo nos gustaba oírle!…En invierno el calor de la copa, cuando ya se había prendido el cisco, y la templanza y el calor nos envolvían, él nos deleitaba con sus historias que no tenían fin. Empezaba por doña Juana la Loca, y terminaba por las ruinas de Bobastro.
Por esa época yo tenía catorce años, una edad en la que los sentimientos son confusos, yo era una niña-mujer: me gustaba jugar en mi calle empedrada llena de musgo, a veces resbaladizo, que nos hacía reír cuando en nuestro grupo de amigas alguna se caía.
A esta edad, prevalecía la fantasía, ¿quién no soñaba con su príncipe azul? A mi me había llegado ese momento; mis sentimientos de niña-mujer, se manifestaron con unos latidos acelerados en mi corazón.
Yo vivía en el número dos, de mi calle empedrada, y siguiendo un orden numérico, la casa de enfrente lucía en su fachada el número cinco, junto a una “Aseguradora de Incendios”. Aquí habían vivido Mariquita, Julio su marido, y sus cuatro hijos; tuvieron que emigrar a Cataluña. Eran tiempos difíciles, de miserias; esa era la letanía que se oía por doquier. Esta casa se quedó vacía algún tiempo y notábamos la ausencia de Julita y sus hermanos; hasta los balcones daban testimonio de la ausencia y silencio en la quedó sumida.
La hojarasca colgaba, al caer, añoraban el fresco del agua que Mariquita con tanta dedicación y entusiasmo le había prodigado cada día.
Una mañana de primavera, cuando las tardes se alargaban y las flores emergían con su colorido irisado , algo nos llamó la atención; el balcón del número cinco estaba entreabierto, y como una suave y fina lluvia, caían gotas continuadas de agua que con avidez, habían absorbido las macetas mustias, y deseosas de resurgir. Su curiosidad desde ese instante nos atrajo como el imán a los metales: ¿quién o quienes se habían venido a vivir al número cinco? Pronto lo supimos: era un matrimonio con sus siete hijos, que portaban cada día algún utensilio doméstico, con el fin de amueblar su nueva casa.
Para mi, fue como una aparición cuando mis ojos se fijaron en un mozalbete que transportaba una pequeña mesa sobre sus hombros. Sus cabellos eran rubios como las espigas de trigo, sus ojos azules de mirada nítida y clara, igual que la mar cuando está calma. A partir de ese momento, creí comprender que mi niñez iba quedándose atrás, dando paso a otra etapa de mi vida, la pubertad.
El rubor de mis mejillas, y mi sudorosas manos, eran más que suficientes para comprender lo que mi joven corazón sentía: Tras mi ventana, unos ojos expectantes acechaban un momento del día, en el que pudiera ver a mi nuevo vecino.
Pasados algunos meses, fue creándose entre nosotros una ingenua adolescencia, sin maldades, llenas de ilusiones, que sólo con estar juntos nos sentíamos felices, una verdadera amistad. Hablábamos de cosas triviales, pero a veces, como queriendo vaticinar un futuro entre ambos, la fantasía nos embargaba con promesas alentadoras. El tiempo pasaba sin detenerse, y mis sentimientos también seguían adelante cada vez más firmes.
La metamorfosis que nuestros cuerpos experimentaron fue algo tan natural como el nacer o el morir. Nuestros cuerpos habían cambiado, mis pequeños senos afloraban con timidez indicando que la niñez estaba quedándose atrás. Él se había convertido en un joven guapo, atractivo, de anchos hombros, y delicados modales. Seguíamos siendo amigos, solamente amigos, nunca hubo nada más. Pero yo sabía que en nuestros corazones los latidos eran más intensos cada vez que nos veíamos.
Todo seguía igual en mi calle empedrada, las mujeres con sus cestas de pleita colgadas el brazo cuando iban al mercado, los hombres, dependiendo de su trabajo, iban trajeados y con corbatas, otros, denotaban su precariedad en su atuendo.
Fue un día caluroso del mes de agosto, cuando todo el mundo sintonizaba por la radio el parte de las dos y media de la tarde, coincidimos en la puerta de su casa: lo noté algo raro, confuso, yo diría que triste…efectivamente, había tristeza en su mirada, pero más hubo en la mía cuando me dijo que se marchaba a Madrid. ¡Qué lejana ciudad!, para mí, una chica de provincia para la que todo nuestro entorno era conocido. Me parecía tanta la distancia que nos iba a separar, que las pasiones más profundas afloraron en todo mi ser.
Llegó ese día no deseado, las hojas caídas anunciaban que el otoño había llegado, y la ida de mi amigo también. El sol dejaba asomar algunos atrevidos rayos, por los grandes nubarrones que cubrían el cielo, dando más tristeza a nuestra despedida, una despedida ni esperada ni deseada, pero que culminó en un “hasta pronto.”
Fueron algunos años de ausencia, de una ausencia sin promesas, de añoranzas, y que en lo más intrínseco de mi ser, albergaba la esperanza de que en el algún momento terminaría.
Un día, dirigiéndome a mi trabajo, casi como una aparición, escuché unos pasos acelerados que se acercaban a mí, alguien me había tocado el hombro; yo giré la cabeza…y él estaba allí mirándome, y yo mirándolo sin verbo: balbuceé, y mis piernas temblaron. Nos saludamos con verdadera alegría, emocionados; así caminamos hasta mi trabajo, sin darnos cuenta de que una fina lluvia mojaba nuestros cuerpos. ¡Qué feliz me sentía! Aunque su estancia en la ciudad no iba a ser demasiado larga si fue suficiente para comprender, que nuestra amistad no era solamente amistad.
Cuando entrelazamos nuestras manos, ese contacto sencillo, noble, era más que suficiente para sentirnos felices. Todos los días iba a esperarme a la salida de mi trabajo, yo pensaba que el reloj se había parado en el tiempo, miraba y miraba los minutos que faltaban para salir. Nuestro encuentro diario era alegre como el trinar de los pájaros, o la risa inocente de un bebé. Hubo un día muy especial, tanto que, hoy al pasar de los años, lo recuerdo con emoción.
Nos gustaba pasear por el puerto, la mar casi siempre serena, permitía que los hombres sentados al filo de los malecones, lograran su objetivo: pescar un pececillo hambriento que engañado, picase ese anzuelo que con maña colocaban los aficionados a tal menester. Nos gustaba detenernos y contemplar el estilo y la destreza con que lanzaban el sedal, con su carnada aún viva, gusanillos serpenteantes que previamente enganchaban en pequeños anzuelos. Eran hombres con la piel tostada por el sol; unos cubrían su cabeza con boinas descoloridas, otros con sombreros de pleita calados casi hasta los ojos. Nos despedimos y continuamos nuestro paseo.
Llegamos a la enseña de nuestra ciudad, “la Farola”, aún sus faros no proyectaban esos destellos de luz, con los que iluminaba gran parte del litoral, y de mar adentro. Nuestras manos iban cogidas, era un contacto físico, pequeño, pero gratificante; hablábamos, reíamos, era como si estuviésemos solos en todo lo que nos rodeaba. Nos paramos un momento…y, algo cálido y suave rozaron mis labios: fue algo inesperado para mi que no pude controlar la reacción, todo cuerpo temblaba, y sobre todo, mis labios. Yo notaba el rubor de mis mejillas, y las piernas estáticas. Él, sorprendido, más bien asustado, sin comprender el por qué de esa reacción tan inesperada por mi parte.
Fue la primera vez que recibía esa caricia, y que no supe disfrutarla en ese justo momento. (Siempre pequé de ingenua). Ya más tranquila lo miré a los ojos, y con esa mirada, fue una mirada de amor, ternura y complicidad, me supo comprender. Un amor que, muchos años, aún perdura…¡PERO YA NO TIEMBLO!
MARUCHI
NOTA: Maruchi es la madre de Inma y ha tenido el detalle de mandarnos este relato. Muchas gracias por compartirlo.
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